martes, 11 de mayo de 2010

Dezsö Kosztolányi o la imposibilidad de transformar la vida en una comedia

Dezsö Kosztolányi

(Szabadka, 1885 - Budapest, 1936) Escritor húngaro. Durante la segunda enseñanza se distinguió por la precocidad de su talento y sus dotes no comunes de estilista. Estudió letras en la Universidad de Budapest, donde trabó amistad con Mihály Babits, quien, más tarde, le llamó "hermano espiritual" suyo; ambos tenían de común la veneración religiosa de la forma y amaban igualmente su lengua, de la que eran también unos maestros no superados.
A los veintiún años abandonó la Universidad y se dedicó al periodismo; en 1907 publicó su primer volumen de composiciones líricas (Entre cuatro paredes), que le reveló poeta muy original. Obtuvo su primer gran éxito con Los lamentos del pobre niño (1910), en el que aparecen ya las características esenciales de su arte: el amor hacia las pequeñas experiencias de la vida cotidiana, y un encantador intimismo.

En los volúmenes ulteriores (Concierto otoñal, Magia, Amapola, Pan y vino, y, sobre todo, Los lamentos del hombre triste, 1924, y Desnudo, 1928, que representan la etapa de su plena madurez) cabe añadir el sentimiento de la soledad del hombre extraviado en la selva de la metrópoli, un humorismo sutil, levemente grotesco, un temor creciente de la muerte y un afecto cada vez más tierno hacia el mundo exterior.
En las novelas nuestro autor sigue poco más o menos un método idéntico; y así, no emplea los acostumbrados recursos del género psicológico, sino que se interesa únicamente por la vida externa de sus héroes (el emperador Nerón en El poeta sanguinario, una camarerita en Anna Édes), una tosca doncella en Alondra). Al virtuosismo de Dezsö Kosztolányi debe la literatura húngara gran parte de las más bellas traducciones de clásicos (Shakespeare, Calderón, Molière, Goethe) y de poetas modernos occidentales y orientales.

Su prosa fluida, flexible, animada y cristalina, formó escuela. Muchos de sus cuentos, ensayos y bocetos aparecieron por vez primera en Nyugat o en las columnas de Pesti Hírlap, en la que colaboraba desde 1921. Amante de la familia y trabajador infatigable, su vida fue recogida y regular. A semejanza de Mihaly Babits, su compañero de universidad, Dezsö Kosztolányi ha ejercido una vasta influencia, singularmente en el aspecto estilístico, sobre los escritores húngaros contemporáneos.

Cuentos psicoanalíticos
Ediciones del Lunar, 2003

Dezso Kosztolányi es uno de los grandes valores de la literatura húngara del primer tercio del siglo XX y una figura muy cercana al gran psicoanalista Sandor Ferenczi. En estos escritos desgrana algunas de las anécdotas que a buen seguro se contaban en su tertulia del Café Royal y se interna en buen número de temas de gran calado psicológico; además de una serie de cuentos por los que desfilan locos y genios, familias perversas, la atroz y omnipresente psicopatología de la vida cotidiana e incluso el mismo Freud, esta recopilación también incluye dos joyitas pertenecientes a su labor periodística: una entrevista a Groddeck y un corto ensayo que escribe a la muerte de Ferenczi.




Kornél Esti. Un héroe de su tiempo
Dezso Kosztolányi
Ediciones B, 2007

Un autor ya reconocido, de notable celebridad, pero que ha perdido la rebeldía de la juventud y se ha convertido en un burgués integrado al medio en que vive, se inventa un álter ego basado en un amigo de juventud y años de bohemia: Kornél Esti, un joven dotado para la literatura pero irreverente, iconoclasta, despreocupado y amante de la noche, a quien interesa más la vida y la experiencia que la gloria oficial. Ambos llegan a un trato: el escritor reconocido le proporciona a su doble los medios necesarios para que su existencia sea tal como desea, y, a cambio, obtiene los impulsos vitales sin los cuales moriría de aburrimiento. En resumen: uno vive mientras el otro convierte esa vida en arte, en los episodios que conforman esta novela formada por varias historias de tono irónico-burlesco.


La cometa dorada
Dezso Kosztolányi
Ediciones B, 2007
Traducción por: Marta Komlosy
La cometa dorada confirma que Dezsö Kosztolányi fue, junto a Sándor Márai, el más grande narrador húngaro del siglo pasado.
El húngaro Dezsö Kosztolányi (1885-1936) fue uno de esos genios que parecen haber utilizado la escritura para protegerse (y protegernos) de un medio hostil, dándole sentido a asuntos que no lo tienen. Fue un excelente traductor de Shakespeare, Wilde, Goethe, Rilke y de Baudelaire y un respetado periodista. Pero la genialidad de Kosztolányi aparece en su faceta de narrador y poeta y en su capacidad para hacer de las contradicciones intelectuales un medio para elaborar fábulas y figuras inolvidables y estéticamente pulidas, de esas que tienen un pie en el mejor realismo ruso y otro en las vanguardias alemana y francesa.
En su entrañable novela La cometa dorada (Ediciones B, 2005, en sensible traducción del original de 1925), Kosztolányi entrega la simple historia de un sujeto que encarna, precisamente, las contradicciones propias de un tiempo grave. El personaje se llama Antal Novák y es, más que un padre viudo de una adolescente vaporosa, un profesor de física y matemáticas de poco antes de la Primera Guerra, en una pequeña escuela del imaginario pueblo de Sárszeg, ubicado en una provincia cercana a Budapest. Todo lo que siente, piensa, sufre y goza Novák, está filtrado por su ideal de educador de pequeños demonios queribles y de ángeles fríos e incluso criminales, de apasionados niños que dejan de serlo y de otros santurrones precoces que desaparecen apenas se gradúan del colegio, llevando consigo parte del alma de quien los educó por tantos años.
La discusión sobre modelos educativos liberal y conservador que se da entre Novák y su colega Fóris, querella que intenta dominar la fábula, termina haciéndose intrascendente; todos los modelos fracasan frente a una cometa dorada que los niños encumbran y contemplan extasiados, sin prestarle atención a los educadores que los esperan a las puertas del colegio.
Ese volantín, que termina amarrado fírmemente a un árbol, representa la supremacía del joven frente al ideal del maestro, pero también simboliza un peligro: en húngaro y en alemán la palabra cometa sirve para designar tanto al juguete como al dragón. La felicidad de los niños, al ver cómo ese enorme objeto de fuego va y viene en un cielo claro de primavera pocos minutos antes de entrar a clases, se torna luego en terror e incomprensión y, sobre todo, en la relativización de la enseñanza y de los valores ilustrados del bueno de Novák. Ante esa cometa encadenada que espera reanudar su empresa lúdica, la escuela aparece como un espectáculo opaco en el que apenas destaca un humor leve, esa "forma suprema del cariño" que sólo se da entre ciertos profesores y ciertos alumnos.

Esta es, en fin, la hermosa historia de la miopía del profesor ideal. Como repite una y otra vez el narrador de La cometa dorada, los niños ven siempre más y mejor que sus profesores, sin importar el método o ideología de éstos. Aquí los jóvenes son más observadores, más intuitivos que esos adultos que ven pasar generaciones mintiéndose a sí mismos, creyendo que el próximo curso por fin va a recompensarlos, sin entender que los estudiantes seguirán caricaturizándolos y cantando a coro para aliviar la carga de los exámenes: "Estudiante, ¿quién te dijo que estudies? / Vive bien y sin pesares, / estudiando no te pases, / pero las chicas, / ay, las chicas, / bésalas y no pares."

El drama de Novák es que, hinchado de orgullo y en completa soledad, no entiende la lengua de los mozalbetes, quienes se alejan sin despedirse: "Cuando te pida cuentas el profesor, / so burro, so burro, / dile en tono retador: / 'Señor profesor, / yo no pierdo el tiempo / en tonterías".

Es Alondra de Dezsö Kosztolányi. Con imágenes que recuerdan la pausa y delicadeza de Lampedusa, ciertos cuentistas rusos, Turgueniev, el nunca bien ponderado, Kosztolányi nos cuenta la conmovedora historia de una muchacha fea. Recuerda el papel de Sonia en El tío Vania de Chéjov, mi colega. Su uso del aire, la pausa, la respiración, es inquietante, perfecto.
La obra maestra del autor húngaro, retrata la clase media alta de Budapest post Primera Guerra Mundial.

Alondra. Por Camilo Marks

El conocimiento en lengua española de Dezsö Kosztolányi (1885-1936) habría sido imposible sin la reciente revelación internacional de la narrativa húngara, que comenzó con el éxito póstumo de Sándor Márai (1900-1989) y culminó con el Premio Nobel a Imre Kértesz. Hace dos años se publicó Alondra, colección de cuentos y novelas cortas en las que el tema, el ambiente e incluso el tratamiento pueden parecer de un realismo tradicional. Sin embargo, tras la reconstrucción de una ciudad y un medio en la belle époque, en un estilo irónico, escueto, carente de retórica y adornos, hay una vuelta de tuerca a la plácida situación inicial. Un matrimonio mayor se enfrenta a la repentina ausencia de su única hija - una solterona amargada- y sus vacaciones son una liberación para los padres, pues el amor que sienten por ella es odio y la dedicación que le dispensan es un entierro en vida.

Anna la dulce es considerada la obra maestra de Kosztolányi y el procedimiento o perspectiva antes descrito es llevado a su máximo desarrollo. La auténtica protagonista de la novela no es la tierna criada que da nombre al libro, sino sus patrones y su entorno: una pareja de la clase media alta de Budapest, el pequeño zoológico humano formado por los vecinos del edificio en el que viven, el señorial barrio de Krisztina a la sombra del castillo de Buda, el mismo donde residía el autor, el patético y chiflado Jancsi, sobrino de Kórnel y Angela Vizy y seductor de Anna, y otro conjunto de caracteres que habitan en un universo algo parecido al de las narraciones de Kafka (la burocracia jerarquizada, la subordinación irracional), aunque esta vez en un tono de amable comedia social.
Estamos en el año 1919, Hungría ha sido destrozada después de la Primera Guerra Mundial, la comuna soviética de Bela Kun se acaba de desintegrar (la historia empieza con la huida del líder comunista en un avión pilotado por él, desde donde caen unas pocas joyas), los rumanos invaden el país, luego se retiran y se inicia una restauración "democrática" o socialdemócrata.
Anna la dulce, en cualquier caso, está lejos de ser un relato social. La crítica de Kosztelányi, si bien apunta de preferencia a las clases pudientes, va mucho más allá de la denuncia y abarca a señores y sirvientes, víctimas y victimarios, intelectuales y trabajadores, liberales y conservadores. Hay un extraño paralelismo entre el telón de fondo histórico, encarnado en la violenta caída de un régimen revolucionario dictatorial, al que sigue la "normalización" vigilada y nuestro mundo actual, absorto en el progreso, la tecnología, el culto al prestigio y el poder. El narrador, tal como sucede en los textos del siglo XIX, es omnisciente, opina y hasta aparece como personaje en el último capítulo, pero otorga plena libertad a sus creaciones, de modo que nunca sabemos lo que realmente piensa sobre los grotescos y sangrientos episodios que se van acumulando. Tal vez la voz del doctor Moviszter, arrendatario de los Vizy, lo represente en cierta forma.

"No amo a la humanidad porque ni la he visto ni la conozco. La humanidad es un concepto abstracto. Fíjese usted en que todos los impostores aman a la humanidad. Los egoístas, los que no le dan ni un trozo de pan a su hermano, los maliciosos suelen tener como ideal a la humanidad. Cuelgan y asesinan a los seres humanos, pero aman a la humanidad,... no se preocupan ni por sus padres ni por sus hijos, pero aman a la humanidad".
Anna la dulce, como se ve, nada tiene de dulce y está mucho más cerca de un cinismo sin paliativos, a ratos desagradable en la escasa simpatía de todos los actores, exceptuada, quizá, la empleada doméstica Anna. Detrás de las buenas maneras, de la prosa seca, de los latigazos mordaces o del sarcasmo brutal, hay un fondo de relativismo ético, muy próximo a nuestra época. Kosztolányi escribe de modo notable, sus páginas son a veces epigramáticas, se lee de corrido, aun cuando, a la postre, deja un sabor similar al vacío, al artificio gratuito, a la inteligencia sin rumbo.

"Siempre me ha interesado una sola cosa: la muerte. Nada más. Me convertí en un ser humano el día en que, a la edad de diez años, vi muerto a mi abuelo, que era el ser a quien más quería por aquel entonces. Sólo desde ese momento he sido poeta, artista, pensador. El silencio de la muerte - la gran diferencia que opone la vida a la muerte- me hizo comprender que debía hacer algo. Empecé a escribir poesía... En lo que a mí respecta, lo único que tengo que decir, por muy pequeño que sea el objeto que puedo alcanzar, es que estoy muriendo".
                                        
"No era posible transformar la vida en una comedia, no era posible vestirla. Existen personas que sólo poseen el dolor, un dolor cruel e informe que no sirve para nada, que no puede utilizarse para nada, sólo para el dolor mismo, para que duela, y entonces se encierran en ese dolor, profundamente, en una tristeza que no es más que suya, en un hueco sin fondo, en una mina que acabará derrumbándose sobre sus cabezas, y entonces se quedarán allí, y nadie podrá salvarlos".

Dezsö Kosztolányi, Diario

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