BECKETT. Textos para nada

Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable. Habrá una marcha, formaré parte de ella, no seré yo, yo estaré aquí, me diré lejos, no seré yo, no diré nada, habrá una historia; alguien intentará contar una historia. Sí, nada de mentís, todo es falso, no hay nadie, está claro, no hay nada, nada de frases, seamos burlados, burlados por los tiempos, por todos los tiempos, esperando que pase, que todo haya pasado, que las voces callen, no son más que voces, embustes. Aquí, marcharse de aquí e ir a otra parte, o permanecer aquí, pero yendo y viniendo. Muévete primero, es necesario un cuerpo, como antaño, no digo no, ya no diré no, me diré un cuerpo, un cuerpo que se mueve, hacia adelante, hacia atrás, y sube y baja, según las necesidades. Con un montón de miembros y de órganos, suficientes para vivir una vez más, para resistir, un momentito, a eso llamaré vivir, diré que soy yo, me pondré en pie, no pensaré más, estaré demasiado ocupado, en mantenerme de pie, en resistir de pie, en trasladarme de lugar, en aguantar, en llegar al día siguiente, a la semana siguiente, eso bastará, ocho días bastarán, ocho días en primavera, es estimulante. Basta desear, voy a desear, a desearme un cuerpo, a desearme una cabeza, un poco de fuerza, un poco de coraje, me voy a lanzar, ocho días pasan rápido, después el regreso, este lugar inextricable, lejos de los días, los días están lejos, no será fácil. Y por qué, después de todo, no no, deja, no empieces otra vez, no lo escuches todo, no lo digas todo, todo es viejo, todo es lo mismo, decidido. Hete aquí recuperado, soy yo quien lo digo, lo juro, mueve las manos, tócate el cráneo, el entendimiento está ahí, sin lo cual nones, a continuación la continuación, las partes bajas, son necesarias, y di cómo eres, dilo a ojo, qué clase de hombre, es necesario un hombre, o una mujer, toca a ver entre las piernas, no hay necesidad de belleza, ni de vigor, ocho días pasan rápido, no te amarán, no temas. No, así no, demasiado rápido, me he dado miedo. Y después, para empezar, deja de jadear, no van a matarte, ah no, no van a quererte y no van a matarte, puedes aparecer en la alta depresión de Gobi, te sentirás como en tu propia casa. Te esperaré aquí, muy tranquilo, tranquilo por ti, no, estoy solo, solo estoy, soy yo quien se va, esta vez seré yo. Sé cómo lo haré, seré un hombre, es necesario, una especie de hombre, de niño viejo, tendré un aya, me querrá, me dará la mano, para cruzar, me soltará en las plazas, me portaré bien, me pondré en un rincón y me peinaré la barba, la alisaré, para estar más guapo, un poco más guapo, si pudiera suceder así. Ella me dirá, Ven, Jesusito, es hora de regresar. No tendré responsabilidad, ella tendrá toda la responsabilidad, se llamará Nanny, la llamaré Nanny, si pudiera suceder así. Ven, mi vida, es la hora de la teta. Quién me ha enseñado todo cuanto sé, yo solo, cuando aún vagabundeaba, lo he deducido todo, de la naturaleza, con la ayuda de un todo-en-uno, bien sé que no, pero es demasiado tarde, demasiado tarde para negarlo, los conocimientos están ahí, brillan alternativamente, próximos y lejanos, guiñando sobre el abismo, cómplices. Deja, hay que irse, de todos modos hay que decirlo, es el momento, no se sabe por qué. Qué más da, que nos digamos aquí o en otra parte, fijo o amovible, sin forma u oblongo como los hombres, sin luz o en la del cielo, no sé, parece que cuenta, no será fácil. Si continuara allí donde todo se ha extinguido, no, nada saldrá de ahí, nunca ha salido nada, por eso se ha extinguido también la memoria, una gran llama y después la oscuridad, un gran espasmo y después ni peso ni espacio transitable, no sé. He intentado dejarme caer desde el acantilado, en la calle, en medio de los mortales, nada salió de ahí, he abandonado. Rehacer el camino que me trajo hasta aquí, antes de emprenderlo en sentido contrario, o de ir más lejos, sabio consejo. Eso es para que no me mueva nunca más, para que hable aquí hasta el fin de los tiempos, murmurando, cada diez siglos, No soy yo, no es cierto, no soy yo, estoy lejos. No no, hablaré del futuro, hablaré en futuro, como cuando me decía, por la noche, Mañana me pondré mi corbata azul, con estrellas, y me la ponía, al acabar la noche. Rápido, rápido, antes de llorar. Tendré un amigo, de mi promoción, una patria, un viejo recluta, reviviremos nuestras campañas comparando nuestros rasguños. Rápido, rápido. Sirvió en la marina, quizá bajo Jellicoe, mientras que yo tiraba a cubierto contra el invasor desde detrás de un tonel de Guinness, con mi arcabuz. Ya no tenemos, eso es, en presente, para mucho tiempo, es nuestro último invierno, aleluya. Hay como para preguntarse qué acabará con nosotros. El pecho acabará con él, conmigo la próstata. Nos envidiamos, él me envidia, yo le envidio, por momentos. Me cateterizo yo mismo, con mano temblorosa, de pie en los urinarios, doblado en dos, al abrigo de mi capa, me toman por un viejo asqueroso. Mientras él me espera en un banco, sacudido por un acceso de tos, escupiendo en una tabaquera que apenas repleta vacía en la canal, por civismo. Nos hicimos dignos de la patria, acabará por hospitalizarnos. Pasamos nuestra vida, es nuestra, deseando que un rayo de sol y un banco gratuito quepan en el mismo instante, en un oasis de césped público, hemos empezado a amar la naturaleza, un poco tarde, nos pertenece a todos, según en qué lugares. Sofocándose, me lee en voz baja el periódico del día anterior, más le hubiera valido ser ciego. Las carreras de caballos nos apasionan, las de galgos también, no tenemos opinión política, aunque seamos ligeramente republicanos. Pero también nos interesamos por los Windsor, por los Hanovrienses, ya no sé, por los Hohenzollern quizá. Nada humano nos es ajeno, una vez digeridas las noticias hípicas y caninas. No, solo, solo estaré mejor, irá más rápido. Me daría de comer, conocía a un tocinero, me haría tragar el alma con mortadela. Impediría con sus consuelos, alusiones al cáncer, recuerdos de inmortales borracheras, el desánimo de levantar su piedra. Y yo, en lugar de estar por entero ocupado en mis horizontes, lo que quizá me hubiera permitido echarlos bajo un camión, me dejaría distraer por los suyos. Le diría, Va, hombre, deja todo eso, no lo pienses más, y sería yo quien no lo pensaría más, embrutecido de fraternidad. Y las obligaciones, pienso sobre todo en las citas a las diez de la mañana, hiciera el tiempo que hiciera, delante de Duggan, donde ya había mucha animación, los aficionados ya habían acudido para poner sus apuestas en lugar seguro, antes de la apertura de los chiringuitos. Éramos, ahora se acabó, tanto mejor, tanto mejor, muy puntuales debo decirlo. Ver llegar los restos de Vincent bajo una lluvia violenta, con un balanceo involuntariamente alegre de viejo lobo de mar, la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, los ojos vivarachos, era, para quien tuviera vista, un ejemplo de lo que el hombre es capaz en su sed de placeres. Con una mano sostenía su esternón, con el dorso de la otra la columna vertebral, no, no son más que recuerdos, pretextos antidiluvianos. Ver lo que pasa aquí, donde no hay nadie, donde no pasa nada, hacer que algo pase, que haya alguien, ponerle fin, hacer el silencio, andar en el silencio, o en otro ruido, un ruido de voces distintas a las de la vida y la muerte, de vidas y muertes que no quieren ser las mías, andar en mi historia para poder salir de ella, no, pamplinas. Quizás al fin me crezca una cabeza toda mía, donde guisar venenos dignos de mí, y piernas para vagabundear, por fin estaría ahí, podría irme, es todo lo que pido, no, no puedo pedir nada. Sólo la cabeza y las dos piernas, o una sola, en medio, me iría dando saltitos. O sólo la cabeza, muy redonda, lisa, sin necesidad de lineamentos, rodaría, seguiría las pendientes, casi puro espíritu, no, no irá bien, desde aquí todo remonta, la pierna es necesaria, o el equivalente, algunas anillas quizá, contráctiles, con esto se va lejos. Partir de delante de Duggan, una mañana primaveral lluviosa y soleada, con la incertidumbre de poder llegar hasta la noche, ¿qué pasa aquí que no marcha? Sería tan fácil. Estar oculto dentro de aquella carne o dentro de otra, en este brazo que aprieta una mano amiga, y en esta mano, sin brazo, sin manos, y sin alma entre almas temblorosas, a través de la multitud, entre los aros, los globos, ¿qué pasa aquí que no marcha? No lo sé, estoy aquí, es todo lo que sé, y que aún no soy yo, con esto hay que arreglarse. No hay carne en ningún sitio, ni de qué morir. Deja todo eso, querer dejar todo eso, sin saber lo que eso quiere decir, todo eso, está dicho pronto, está pronto hecho, en vano, nada se ha movido, nadie ha hablado. Aquí, aquí no sucederá nada, aquí no habrá nadie en mucho tiempo. Las marchas, las historias, no son para mañana. Y las voces, vengan de donde vengan, están bien muertas.

(Samuel Beckett, Textos para nada, III)



Beckett emocionante
Por Enrique Vila-Matas

Como a Molloy, a Beckett siempre le vemos alejarse, dominado “por una inquietud que no es necesariamente suya, pero de la cual participa en cierto modo”. Quién sabe, quizás es su propia inquietud la que le invade. Pero, ¿cuál es su verdadera identidad? ¿Y desde dónde escribe? Le gustaban las investigaciones de este tipo; Beckett es esencialmente detectivesco. “Y, en todo caso, ¿qué hacía yo allí? Bueno, precisamente es esto lo que trataremos de averiguar” (Molloy). Le gustaban las palabras. Es más, le producían alegría, lo que está dicho bien pronto. ¡Al sombrío Beckett le alegraban las palabras! Cuenta Cioran que un día se lo encontró por la calle y en vista de su mutismo se lanzó a contarle cosas personales y le dijo que había perdido el gusto del trabajo y que escribir se había convertido en un suplicio. Beckett le miró muy alarmado. Y le dijo -musitó más bien- algo sobre las palabras y la alegría. Años después, Cioran lo seguía recordando muy bien: le había hablado de alegría.

En realidad algo no tan extraño, porque las palabras fueron siempre su única compañía y soporte. Quienes le conocieron aseguran que se sentía sólido en medio de ellas. Precisamente sus pasajeros accesos de desaliento debían coincidir con los momentos en que dejaba de creer en las palabras, con los momentos en que se imaginaba que le traicionaban, que huían de él. Quienes llegaron a conocerle bien, cuentan que, si en algún momento sentía que se ausentaban las palabras, Beckett quedaba literalmente despojado, y desaparecía. Hay una multitud de momentos en su obra en que habla de las palabras y las examina. En El innombrable, por ejemplo, las llama “gotas de silencio a través del silencio”, y es una manera de decir que para él lo son todo.

“Lo tenue y el vacío. ¿También se van?”, leemos en Rumbo a peor. El temor a que las palabras se fueran de verdad me dominaba cuando en 1971 compré por primera vez libros suyos: El innombrable, Textos para nada, Residua. Libros conservados hoy todavía, con orgullo, en mi biblioteca. Volví ayer sobre Textos para nada y, releyendo con capacidad distinta a la de entonces aquellos fragmentos que fueron para mí completamente iniciáticos, recordé el deslumbramiento de antaño, cuando las palabras beckettianas me comunicaron con el aire innombrable de una tristeza feliz: “Suerte que ha fracasado, que nada ha empezado, nunca hubo nada más que nunca y nada, es una verdadera suerte, nada nunca, más que palabras muertas”. He reencontrado en aquellas palabras finales de Textos para nada la certeza de que, por paradójico que parezca, de la experiencia de lo no nombrable salimos siempre reforzados y habiendo convertido las palabras, símbolos de nuestra propia fragilidad, en raíces indestructibles. Estamos en pleno centro de uno de los motivos recurrentes de toda la obra: el fracaso que trae consigo el lenguaje mismo y la necesidad, sin embargo, de seguir diciendo, de decir, pese a todo. Cuestión abordada, con decisiva profundidad de última hora, en el ya muy famoso párrafo de la escuálida y tardía Rumbo a peor, la obra maestra de su última etapa: “Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.

¿De dónde procede esa tenaz lucha por continuar? “No puedo seguir, seguiré” (El innombrable). Como escribiera Marcelo Cohen, los personajes de las obras de Beckett quieren actuar mientras exaltan el estancamiento, y uno, viéndoles sufrir pérdidas, no puede evitar reírse con las palabras cuando éstas chocan entre sí, se demuelen, se anulan y pugnan en vano por menoscabar su música fabulosa, y en las contradicciones que prolongan se trasluce la verdad del tiempo. Es el mismo movimiento humorístico y paradójico que explica su biografía: el huraño Beckett tuvo docenas de amigos que lo adoraban. En nota humorística, Martin Amis dijo que si alguien quisiera escribir una página al estilo beckettiano le bastaría con decir únicamente: “Nada más jamás. No, jamás, nunca”.

Hablaba Beckett de negarse a continuar y sin embargo continuaba, hablaba de dejar de escribir y seguía escribiendo, atrapado por la fascinación inútil de las palabras básicas. Se ha dicho, aunque me parece demasiado simple, que todo procede de las últimas palabras que Beckett oyó de su padre: “¡Lucha, lucha, lucha!”. Pero algo hay sin duda de esa herencia de lucha en Molloy, que para mí es su mejor libro. Fue una revelación cuando lo leí y ahora que he procedido a su relectura, me he quedado impresionado y emocionado ante la lucidez de su arte y he vuelto a pensar en la esclavitud de la ficción y en esa tediosa necesidad que tienen las novelas de tener que hablar siempre de “un asunto” cuando en realidad el arte auténtico no es algo que trate acerca de algo que esté por ahí, de una experiencia propia, por ejemplo, o de la vida de nuestros vecinos y todo eso.

Más bien el arte de verdad es precisamente ese algo, y no un algo sobre ese algo. Es lo que vino a decir el propio Beckett cuando habló de Finnegans Wake: “Este libro no es arte sobre algo, es el arte en sí”. Releyendo Molloy, he comprendido mejor a qué se dedicaba Beckett en su mundo del No y del Nunca Nada Más Jamás. Y he detectado al investigador privado que hay en él, un detective de raza. Hay que dejar ya a un lado las interpretaciones vanguardistas de su obra y comprender que, como dice Banville, sus libros son libros muy conmovedores, todos tienen una suerte de vuelta de tuerca detectivesca en el clímax, y no es descabellado pensar que tienen mucho del género detectivesco. Después de todo, Beckett se relajaba leyendo novelas de serie negra, policíacas francesas muy especialmente. Si lo leemos así, eliminamos la parte más incómoda suya: eso de que todo va mal, rumbo a peor. Porque no siempre es así, a veces el entusiasmo se cruza en nuestras vidas. Oigamos al viejo investigador Beckett. “De modo que Gaber se había ido sin beberse la cerveza. Y con las ganas que tenía. Me quedé al acecho de la llegada de Jacques. Vendría por la derecha si volvía de la iglesia y por la izquierda si volvía del matadero” (Molloy). ¿Y cómo no acordarse ahora del final de esa misma novela? “Entonces entré en casa y escribí: Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Es maravilloso. En su final el libro se colapsa y cae toda su construcción como un castillo de naipes y de pronto las palabras parecen bailar de alegría bajo una triste luz de plomo. Hemos entrado en el campo del misterio y el detective Beckett avanza. Pero no hemos entrado. No hemos salido. Desde donde nunca una vez dentro. Y no es verdad que no llueva.



El País, Babelia, 3 de enero de 2009